martes, agosto 30, 2011

Marcos y María se cruzaron.

Marcos etiqueta todas sus fotos en Facebook. Dedica horas a buscar caras en las imágenes. Pixel a pixel su vida es un museo de nombres. Todas sus imágenes un mapa lleno de leyendas.
María en cambio prefiere Twitter, deja comentarios en todos sus seguidores y sigue a todas aquellas personas que aparecen en el televisor. Series, noticias, deportes. Todos son malla para su vida en la red.
Marcos sueña con etiquetar el mundo entero y pasea por la ciudad cargado con una cámara y un cuaderno. Hace fotos al que pasa por delante, le detiene, le pide nombre y primer apellido. Marcos pesca etiquetas al caminar.
María en cambio habita dentro de su teléfono móvil. Ve la punta de sus zapatos cuando sale de casa y se mueve por costumbre. Conoce cada escalón, cada agujero, el número de pasos hasta el siguiente semáforo. Si escucha algo interesante levanta la cabeza, observa un instante, y lo planta en 140 caracteres para disfrute global.
Marcos y María se cruzaron.
Marcos hizo una foto y no vio más que una nuca, una chica caminando con la mirada perdida en la pantalla de su móvil. Marcos soltó una palabrota porque alguien sin cara no es etiqueta.
María escuchó el joder vaya mierda y no levantó la vista. Nada que plantar en su mundo, no merecía la pena esa molestia. María continuó navegando.
Marcos y María están hechos el uno para el otro.
Ellos no lo saben pero, gracias a la red, lo sabemos todos nosotros.

domingo, agosto 28, 2011

Vacaciones

En verano, calor, sudor sobre las sábanas. Después del trabajo, café amargo y papeles incomprensibles sobre la mesa. En verano, a través de la ventana, con los ojos cerrados, la noche con el ruido del cine al aire libre como banda sonora. Explosiones para una taquicardia, conversaciones que no se entienden pero buscan significado con sílabas extrañas . Unos segundos de silencio, final de la película y el ruido de la discoteca. Las niñas pidiendo agua y mi mujer pidiendo tregua. El boom-boom de los altavoces haciendo palpitar las paredes. Cansancio extremo, calor extremo y muchas vueltas contra la almohada. Las horas perdidas hasta la madrugada. El cierre del bar de copas, los gritos de un par de putas. Mi mujer despierta, yo despierto, los dos escuchando la vida en la calle a las tantas. Se escuchan los pájaros y, a lo lejos, tememos la llegada del camión que remueve la arena de la playa. Ya queda menos para el sol, para la luz, para que acaben esas horas que no valen para nada. Y oímos gritos, un par de golpes y caímos dormidos apenas dos fases REM. Se abre la puerta del cuarto y aparecen la mayor, la pequeña y una de las muchas medianas. Ya es de día, tenemos hambre, qué hay de desayuno esta mañana. Nos hacemos los dormidos, los casi muertos. Vivan las vacaciones. Descansar, no hacer nada.

jueves, agosto 25, 2011

Musita la madre

- Mamá, ¿por qué creo cosas raras?
De noche, en la habitación, el viento cruza la ventana. La cortina danza en la oscuridad y sombras grotescas pueblan el cuarto, como si la luz de la farola ejecutara una tormenta chinesca sobre gotelé. Hace calor, demasiados grados para una noche tan larga, y el niño busca con sus dedos la botella helada que siempre le dejan bajo la almohada. La madre observa el perfil oscuro que oscila ante ella emanando olor a limpio. El niño suspira y la puerta se mueve un poco. Al otro lado el padre contempla la escena cruzando los brazos. Sonríe al ver a su mujer y a su hijo transitando en secreto por preguntas que sólo se hacen con la luz apagada.
- Cariño... - musita la madre - desde esta noche no creerás en nada.

lunes, agosto 22, 2011

No hay nada

La noche en la nuca y la nuca llena de espacio vacío. La carretera sisea bajo las ruedas, cada línea blanca un instante, una huella intermitente en el suelo. Velocidad infinita y destino incierto, aleatorio, lejano. Nada será igual, la comida y la cena tan sólo platos muy fríos. Tormenta entre mis huesos, todo ruido. Empieza a llover, apago la radio. No oigo los gritos. Sonrío. No hay nada que sobre en el maletero.

viernes, agosto 19, 2011

Sobre la palma de la mano

- ¿Y dices que cuestan 10 euros?
- Sí.
Los dos miran al frente y se rascan la cabeza. A unos centímetros cae el primero.
- ¿Y la gente los paga para esto?
- Sí.
El veterano emite un sonido gutural, entre gemido, ronquido y carcajada. A unos metros todo son exclamaciones.
- ¿Y luego nos los regalan?
- Sí.
Un par más caen junto al pie derecho del recién llegado que se agacha esperando tocar algo de plástico, una imitación.
- ¿Y lo cojo y me lo como?
- Sí.
Mantiene sobre la palma de la mano el proyectil mientras mira de un lado a otro. Piensa que todo es una broma, no puede ser tan fácil. Él está acostumbrado a otras cosas.
- No me lo creo.
- Pruebalo.
El veterano se adelanta hasta llegar al primer objeto lanzado. Se pone en cuclillas, da un par de botes, y se lo traga sin apenas masticar. El nuevo le imita dejando vacía su mano derecha. Entre mordisco y mordisco comienza a gritar.
-¡Son gilipollas!
La gente, excitada por el éxito, desata una tormenta de cacahuetes sobre la jaula.

martes, agosto 16, 2011

Lucya

Ni que decir tiene que Lucya fue una perra querida y ni que decir tiene que los Martínez fueron unos amos perfectos. Cachorro entre algodones, la mejor leche y el mejor pienso. Los dos primeros años de vida fueron una visita constante a parques, caminos de tierra, playas con permiso para animales y juegos de malabares con todo tipo de pelotas. La gente miraba a los Martínez y los Martínez miraban a su perra. Pareja encantadora, sin duda. Él joven arquitecto cuya carrera surgió lenta porque, como él decía, el éxito es un rascacielos que se alcanza con trabajo y tornillos invisibles. Ella abogada de éxito desde casi el inicio de su carrera. Tuvo suerte con un par de casos y su cara apareció de perfil en todas las noticias. Un manantial de famosos cayó en su despacho inundando su vida de recursos.
Pero pasaron esos dos años y los Martínez, en uno de sus viajes buscando campo abierto para la perra, terminaron por aparcar bien pegados a un precipicio. Desde lejos la imagen era de portada de revista. Pareja joven de la mano paseando sobre el césped con el mar rompiendo a unos metros, a su lado una perra marrón, pequeña, dando saltos y esperando a que su amo lanzara de nuevo la pelota roja. El amo lanzó la pelota y envolvió a su mujer en un abrazo apasionado, más imagen de postal, mientras la perra corría desesperada tras la esfera roja. El animal se lanzó al precipicio envuelto en una sonrisa canina, la orejas desplegadas y la lengua fuera, batiendo en el aire, hasta detenerse entre las rocas.
Los Martínez tardaron un tiempo en echar de menos a la perra. Perdidos en un beso, batiendo sus lenguas entre paredes, emplearon unos segundos en separarse. Abrieron los ojos y ella no estaba allí. El nombre a gritos, Lucya, se perdía en la distancia. El mar ponía metrónomo a esas sílabas con su oleaje. Los Martínez, de la mano, avanzaron lentamente hasta el precipicio. Lentamente porque lentamente se llega a las cosas que se suponen una posibilidad pero que se saben como certeza. Los dos se abrazaron al ver a Lucya rota entre las piedras, con la pelota roja a unos metros, acercándose a ella, alejándose de ella, jugando con las olas.
La perra no estaba muerta. Cuando llegaron hasta ella aún era capaz de hacer vaho desde la boca. ¡Está viva! se gritaron. Le cogieron en brazos percibiendo gelatina en sus patas delanteras. El viaje de vuelta tan sólo dejó como recuerdo un par de gemidos, el pañuelo blanco en la ventanilla y lágrimas bajo las gafas de sol porque la gente puede pensar que es ridículo llorar por un perro. Encontraron un hospital y ese hospital les echó diciendo que allí no trataban animales. ¡Lucya no es un animal! gritaron también al unísono. Por suerte uno de los que esperaban, humano hecho añicos por dentro, les dijo que en la ciudad, a unos kilómetros, tenían un buen veterinario que sabía hacer de todo para todo tipo de animales. Los Martínez llegaron al centro unos segundos antes de que cerrara. El hombre, con barba, serio, voz ronca y manos grandes, exploró a la perra después de inyectarla unos calmantes. Hizo unas cuantas radiografías, dobló articulaciones y palpó su abdomen liberando bufidos entrecortados. Había solución pero la solución sería drástica. Los animales son grandes luchadores y sin duda ella tendrá que luchar para salir adelante les dijo.
Los Martínez regresaron con el animal en el maletero. Una vez en casa miraban cómo se retorcía de dolor en su cama hasta calmarse después de beber el agua con las medicinas. Pasaron los días y la perra abrió los ojos. Él creía ver reproche por haber tirado la pelota roja hacia el abismo. Tardó en volver a tener pelo y tardó en volver a masticar como antes. Ambos perdían las horas mirando al animal sobre su cama, esperando un ladrido.
Y el ladrido llegó.
Los dos estaban cenando en el salón, viendo las noticias sin hablar, cuando la voz del animal llamó su atención. Salieron corriendo hacia el cuarto tirando un par de platos al suelo. Llegaron juntos y juntos se quedaron en silencio. Delante, junto a la cama, la perra les miraba a los ojos. Las dos patas traseras tiesas, rectas, la mantenían de pie. Caminó hasta ellos tambaleándose y ladró de nuevo. Junto a los pies de su amo la pelota roja. Él la cogió y la lanzó hacia el pasillo. La perra no se movió y su ama, entre lágrimas, salió a buscarla. La perra volvió a ladrar y pasó junto a su dueño, caminó con dificultad hasta el salón y se dejó caer sobre la alfombra. Comió la comida que estaba tirada en el suelo mientras observaba las imágenes del televisor.
Los Martínez fueron amos inigualables. Jóvenes, con éxito, tenían un perro. Le cambiaron el nombre, Lucía resultó perfecto.


sábado, agosto 13, 2011

Experimentar

Abrir. Cerrar. Masticar. Mirar. Reír. Sorprender. Sorprender. Parpadear. Sonreír. Estirar. Coger. Sopesar. Acariciar. Tocar. Pulsar. Cambiar. Mirar. Bostezar. Cambiar. Esperar. Desear. Pensar. Añorar. Ahorrar. Cambiar. Suspirar. Palpitar. Sospechar. Cambiar. Esperar. Empezar. Continuar. Sorprender. Escuchar. Adivinar. Soñar. Volar. Correr. Disparar. Explotar. Besar. Desear. Terminar. Mirar. Bostezar. Cabecear. Levantar. Crujir. Rascar. Mirar. Estirar. Coger. Pulsar. Apagar. Observar. Estirar. Coger. Acariciar. Aburrir. Gritar. Golpear.

miércoles, agosto 10, 2011

El cielo nublado de bocadillos

Me gustan los cómics. Dibujos de colores sobre fondo gris. Onomatopeyas por todas partes, el cielo nublado de bocadillos. Tantas letras que da pereza seguir leyendo. Me gustan los superhéroes, los malos malísimos y las sonrisas rotas de tanto buscar un motivo para seguir riendo. Me encantan esos secundarios, diminutos y oscuros, que son producto del lapicero cansado del dibujante. Tanto detalle en el protagonista desemboca en un contexto casi vacío. El poder del Yo ante todos los problemas. Manipular la realidad para ser más fuerte, para ser protagonista con mayúsculas. Decidir que no hay pistola que mate, que no hay cuchillo que raje. Convertir al lector en parte viva de las viñetas. Película que no se mueve, todo es fotografía que no se caduca. Me gusta pasar página como el que hace segundos. Ser el reloj de la historia, ahora vivo, ahora muerto, ahora, dos páginas hacia delante, volando entre los rascacielos. Adoro el disfraz de licra pero adoro aún más el miedo atroz a ser reconocido. Es impresionante. De vez en cuando levanto los ojos del papel y miro la realidad. Es difícil ser guionista de un mundo como el nuestro. Tal vez, algún día, coja el pincel, los lapiceros, y me ponga a crear una historia que merezca la pena. Un crimen para intocables. El poder del Yo ante todo. La realidad está llena de gente corriente y héroes que aún no han nacido. Sólo me hace falta una idea. Hace tiempo que encontré al asesino.

domingo, agosto 07, 2011

Se me cayó un brazo al suelo

El miércoles se me cayó un brazo al suelo delante de una vieja. Ni se inmutó. Casi se agacha para recogerlo y no lo hizo porque no le daba para ello la espalda. Minutos después dejé un rastro de sangre coagulada hasta la puerta del cementerio y un par de niños se dedicaron a saltar sobre ella como si fuera un charco rojo de agua. Me aproximé dando tumbos, gemidos y los críos salieron gritando mientras me tiraban piedras. Me gritaban con una sonrisa en la cara. Sonreían los muy cabrones.
En la reunión del gabinete de crisis dimos pena. Ninguno tenía éxito y cada cual aguantaban malamente su vela. La mujer de la curva estaba harta de que la dijeran groserías, contó que un par de tíos quisieron violarla. ¡Menos mal que era incorpórea! El niño al final del pasillo no era más que una sombra molesta, todos le cerraban la puerta. Harry, el viejo carnicero sádico, no dejaba de recibir palizas de adolescentes pasados de rosca que grababan con el móvil sus hazañas. Hasta tuve que confesar que lo de desmembrarse en público ya no era llamativo y la gente parecía tener más miedo a los que piden limosna.
Cuando estábamos a punto de terminar apareció la Cosa del pantano con una televisión a cuestas. El pobre estaba agazapado bajo los juncos cuando le calló encima. Ni se mojó el aparato de lo que rebotó sobre su cabeza. Hablamos con el segurata del cementerio, otro que ya no se asusta, y le pedimos un alargador y un cable de antena. Nos pusimos junto a la lápida de un cantante famoso para ver lo que ponían, él por experiencia nos recomendó la cadena. Con diez minutos de televisión entendimos. Con los vivos comportándose así nosotros acojonábamos de pena.

jueves, agosto 04, 2011

Clint

Andando por la calle me encontré con una película del oeste. Iba cargado con una mochila y una bolsa de ordenador. Hacía calor, la arena del desierto sustituida por el olor del asfalto. Sin caballos, sin polvo pero con el humo de los coches. Un señor mayor, alto, tipo Clint Eastwood caminando hacia mí. Vestía camisa de algodón roja, con los sobacos manchados de sudor y la barba, de tres días, poniendo gris en su cara. Detrás de él sentada en un banco una mujer joven, de tez morena, con aspecto de ser de más allá del océano. Indígena en otro mundo. Ella le miraba triste la espalda y mantenía la mano derecha abierta sobre sus rodillas. Como si Clint fuera culpable de ese vacío entre los dedos. Avancé unos metros haciendo un travelling con los ojos. El viejo pasó a mi lado despidiendo olor a tabaco, después crucé junto a ella encontrando lágrimas haciendo película. Al mirar de nuevo al frente completé la escena. En la puerta de un bar dos hombres sonreían con un cigarro entre los labios. Cada metro avanzado fulminaba las sombras definiendo sus rostros. En ellos vi la mirada del que está haciendo daño. Ambos hablaban en voz baja terminando cada frase torciendo los labios. Tenían delante una mesa pequeña, muy alta, donde estaban enfriando un par de cafés. Pasé junto a ellos cerrando los ojos, interrumpí el plano secuencia. Unos metros más tarde me detuve a descansar y giré la cabeza. Los dos hombres, la mujer y el anciano me daban la espalda. Ella estaba de pie y parecía llevar sus manos contra la boca. Recogí las cosas para seguir del tirón hasta casa y fue al llegar al portal cuando oí los disparos.

lunes, agosto 01, 2011

Una raspa con campo de fuerza

La tecnología es un nuevo planeta y Francisco lo quiere probar. En las orejas un par de plásticos blancos que hacen tambalear sus tímpanos escupiendo música. Pequeñas membranas que activan martillo, yunque y estribo. Estímulo mecánico transformado en señal eléctrica gracias al bamboleo de un líquido viscoso dentro de su cabeza. La calle transita alrededor. Coches y personas a un lado de la piel y células haciendo lo suyo al otro. Lleva en la espalda su portátil haciendo de caparazón con batería. Si Francisco fuera transparente sería una raspa con campo de fuerza. En el bolsillo de la chaqueta un teléfono móvil con tanta memoria que hasta da pereza pensar en llenarla. Él lo protege bajo una funda de plástico, así no se estropea la pantalla de siete pulgadas que le mantiene conectado. Francisco dentro de una red invisible de amigos, colegas que son máquinas para máquinas.
Él camino de vuelta envasado en su música, inalcanzable en la burbuja. Cada paso de cebra, cada escaparate no es más que escenario. Al llegar a casa no escucha los gritos de su madre, ¡dónde estabas!, ni los ladridos del perro exaltado por el disgusto. Él entra en la habitación, cierra la puerta y tira la mochila sobre la cama. Después enciende el ordenador de sobremesa y susurra la clave de acceso antes de teclear como un loco. Suena el timbre del microondas y, unos pasos después, el golpe de una masa de carne sobre plato de plástico junto a su puerta. Su madre hace vibrar la madera con otro grito, ¡mañana no sales de casa!, con el chucho ya ronco y desesperado prestando su banda sonora. Francisco en la habitación no percibe esa energía, duerme en una habitación sin tímpanos para hacer la conversión, e introduce en el ordenador el lápiz de ocho gigas que ha sacado del curro. Desea colgarlo todo en la nube y por eso ejecuta el programa oportuno. Pasados unos segundos Francisco se mira las manos y observa como estas se hacen transparentes cuarteándose en cuadrados diminutos. Un hormigueo de píxeles le simplifica y los cascos caen de sus oídos. La pantalla informa del final del proceso al tiempo que la silla vacía comienza a dar vueltas. Francisco dice "ya estoy aquí" mientras pega su cara en el muro.


ATRAPAPALABRAS
"Un blog de microrelatos y poesía. Alberto García Salido es su autor. Especialista en relatos de cien caracteres, sólo cien. Y las fotos son muy buenas..."

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