La luz, vacía, cae sobre el tejado de color cobrizo que cubre las casas. Entre sus paredes se esconden secretos, gritos, envidia triste por no ser como aquel de la terraza cubierta por flores rojas de corazón de plástico. Tras las cortinas se dibuja el horizonte lleno de humo, restos de un día en el que la gasolina combustiona sin cesar para llevar un poco más cerca, más lejos, al que pisa el pedal que activa la máquina infernal con cuatro ruedas.
El tiempo se detuvo junto al cauce del río ahora seco, en el recuerdo de un parque lleno de sonrisas de niño que a modo de piano con mofletes obligan a esbozar un pasado mejor en los labios del que pasa por delante, golpeando la pelota que cae junto a sus pies, volviendo a sentir entre los dedos de la mano la arena que concienzudamente separaba para construir un castillo de apenas un palmo de altura. Un juguete transitorio que transita por los recovecos de tu mente a modo de memoria feliz.
Memoria perdida.
El cielo vacío, reflejos que son estrellas y caminos que no sabes de donde vienen ni para qué vinistes tú por ellos, andando despacio.
Pensando que la vida es el tiempo que uno pasa, pasea, tranquilo...
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