Me llamaban cojo y escapaban corriendo de mí.
No hacían más que reírse de mis defectos, convertirme en el reflejo deforme de lo que detestaban. Niños perversos, niños que fueron mi Satán para una vida que se suponía simple, sencilla e inocente. Niños demasiado rápidos para un lisiado que no podía ir detrás.
No pude más que permanecer sentado.
Aguanté dejando que la sombra de los libros de texto me diera frío en verano y cobijo en invierno. Las pastas de cartón como parapeto. Detrás de ellas sus carcajadas perfumaban a rancio mi infancia de pesadilla. Aposté, desesperado, con el reloj a ver quién aguantaba mejor el paso del tiempo. Ellos me insultaron y escupieron. Ellos tuvieron las novias que yo echaba de menos al apaciguar mi adolescencia con las manos.
Me deje ir en soledad hacia un futuro que tardó demasiado en llegar.
Pero los años hicieron su trabajo.
Puede que haya una ley, que afectando al tiempo, te obligue a ser castigo por lo que has sido.
Tanto subes, tanto bajas.
Todos fueron dejando paso a un cuerpo de hombre inservible pegado a la sombra del niño que una vez fueron. Fotocopias mal hechas de su pasado.
Yo fui lo débil para ellos.
Ahora los libros quedaron atrás y mi cojera, lenta, antiestética, me ha llevado por encima.
Tanto bajas, tanto subes.
No me dan pena y en cambio su recuerdo es cicatriz en mis neuronas.
No me reconocen y yo los huelo en la distancia.
Sé donde están y ese hormigueo que antes me alertaba ahora me sirve para encontrarlos.
Ansío presentarme a ellos, educado, y arreglar cuentas.
Querrán morir al verme, saben el daño que hicieron.
Al menos antes de que lo hagan quiero que me digan algo.
Quizá escuché un perdón.
Quizá de esa manera se salvan.