Algún día se enterarían de quién era el que movía el espejito. Aunque en cierto modo le daba igual pues siempre podría culpar al mecanismo de giro.
Vivía solo ahí arriba, la gente le respetaba por su gran labor y además disfrutaba gratis de unas vistas maravillosas. Un trabajo fácil en el que sólo debía asegurarse del buen estado del foco.
Como recompensa, más allá del sueldo, cada cierto tiempo el hombre se tomaba ciertas licencias y apuntaba dónde no era.
Después el farero cruzaba los brazos sonriente mientras esperaba que el mar y la noche borraran las pistas y terminaran, si se daba el caso, con la tarea.
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