A ella, estaba claro, le gustaban los chicos malos.
Sólo hay que ver cómo los miraba. Cómo contraía su mandíbula y hacia chirriar los dientes cuando veía uno pasándole cerquita. No era rápida ni nada la tipa. En sus mejores días no se le escapaba ni uno.
Plantaba los talones en el suelo, recogía su hábito negro y replegaba los brazos. Después cogía aire y ¡zas!
Un fogonazo.
El cliente perdía la vida y ella se marchaba feliz con su reluciente guadaña bien guardada bajo el brazo.
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