viernes, enero 11, 2013

El cristal


Se enamoró de una imagen distorsionada. Fue a finales de noviembre, cuando el frío parece hacer un trato con el sol para que este se deje ver de vez en cuando. Él venía de comprar el pan y se detuvo a mirar su escaparate. Ojeó sus flores como un jeroglífico y se dejó ir con las manos vacías. Ella le imaginó propietario de un pequeño piso alquilado de habitación y vida individual.
Aquello se hizo hábito, todos las mañanas una cita frente a su floristería. Mirada lánguida, leyendo entre sus flores, para seguir andando después de arrancar el pico de la barra todavía humeante.
Ella se empleó en mantener transparente su cristal, hacerlo invisible e inexistente. Comprobó que ordenando las flores de forma cromática tardaba más tiempo en descifrarlo todo. Decidió jugar con el arcoiris para hacer trampas al segundero.
Por culpa de una helada a traición, ya en febrero, ella llegó tarde al trabajo. Apenas tuvo tiempo de anudarse el delantal y comenzar con la limpieza del escaparate. Concentrada en el paño blanco entre sus dedos, no le vio llegar y detenerse a unos centímetros. Al humedecer de nuevo el pedazo de tela se encontró sus ojos demasiado cerca y no pudo más que caer al suelo. Sin duda aquello fue un punto de inflexión. Ella olvidó llegar tarde y él tomó por costumbre dar un golpecito con los nudillos para llamar su atención. Si estaba limpiando pues no era más que un aviso. En caso de estar ya tras el mostrador era un buenos días desde lejos.
Con la primavera se le llenó el escaparate de pétalos. El sol, ya más animoso, se permitía juguetear con ellas al amanecer convirtiendo el escaparate en un espectáculo. La rutina, como rutina que es, mantuvo el cristal transparente. Los saludos de él y las miradas de ella eran el diálogo de todos los días. Como en la calma que precede a la tormenta los dos se sabían próximos a una colisión.
El primer día de mayo él abrió la puerta de la floristería. Se acercó lentamente al pequeño mostrador en la que ella se empleaba con cuidado limpiando una rosa blanca. Él dio los buenos días y ella respondió dejando las tijeras a un lado. En la yema de su dedo índice derecho él no vio la gota de sangre roja. Los nervios eran padres de un pinchazo algo lejos del estómago.
Hablaron con voz queda, como en las películas de amor de los años veinte. Banalidades con efecto boomerang que van de unos labios tímidos a otros silenciosos y sonrientes. Después de más de veinte palabras vacías él preguntó por una ramo. Ella, como un chasquido, regaló el primer precio que le vino a la cabeza. Recibió una sonrisa y un asentimiento. Me las pones para llevar le dijo.
Preparó el ramo eligiendo rosas blancas, rosas rojas y una par de margaritas. Tanteó sus tallos con cuidado y con ayuda de las tijeras y un cuchillo cortó todas las espinas menos una. Después envolvió las flores con plástico transparente acompañándolas de unas cuantas ramas de hojas verdes muy pequeñas. Le ofreció el resultado a unos centímetros de su rostro y él volvió a sonreír. Necesito una tarjeta, quiero dedicárselas, son para Eva.
María buscó en el cajón de adornos, entre los sobres y las pegatinas con frases hechas. Revolvió todo hasta encontrar los cartoncitos blancos donde suele escribir las palabras que otros le dictan para que no reconozcan su letra. Escuchó su voz ronca describiendo un amor desde niño y después le enseñó una de las pegatinas de «Te quiero» antes de ponerla sobre el plástico que envolvía las plantas. Él sacó su dinero dejando en el mostrador unas cuantas migas de pan. María analizó sus ojeras, la barba descuidada y apenas escuchó el hasta mañana que le dijo antes de darle la espalda y salir de su floristería. Mientras miraba sus hombros caídos recordó que no cortó la última espina,  se animó pensando que con suerte Eva también se haría sangre con aquellas flores.
Con la llegada de las lluvias de finales de mayo el cristal de la floristería terminó por convertirse en una cortina. Él dejó de pasar tan temprano, como si ya le diera igual el pan recién hecho, y mantuvo la costumbre de dar un golpecito hasta que comprobó que no había más sonrisas al otro lado.
Al comenzar el verano María recibió a tres ancianas de negro y se frotó las manos. Sabía que el negocio en flores viene del amor, de la felicidad, y sobre todo, de la tristeza. Las escuchó con ternura mal disimulada dirigiendo sus gustos hacia la pieza más cara. Buscó en el cajón de adornos hasta encontrar el cuaderno negro en el que se guardaban las citas tristes. Ellas hablaron de una amiga de toda la vida, de un sólo hombre y un sólo hijo. María dejó de escribir al escuchar su nombre pues comprendió que era la última vez que preparaba flores para ella.

2 Respuestas:

Juan Esteban Bassagaisteguy ¿Crees que sí pasó algo?

Monumental, Citopensis.
Romanticismo puro, y del mejor. Imposible no quedar enganchado con la historia (y eso que es el género que menos me atrapa).
Te felicito.
¡Saludos!

Citopensis ¿Crees que sí pasó algo?

Muchísimas gracias Juanito.
Un saludo.


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