martes, noviembre 08, 2011

Las chaquetas me estorban.

Se llevan la ropa negra, la que cuelga al final porque no se usa. Las chaquetas me estorban. De hecho me estorba la oscuridad y el olor a naftalina. Esto no lo merezco. No ahí nada como ese yunque de acero sobre el que me golpearon hasta dibujar una interrogación siniestra en la punta. Después a la muñeca, sobre huesos, para disimular con una curva la falta de dedos. Tiempos de salitre y sogas. Me llevé unas cuantas carótidas antes de caer en el fondo del mar hecho muñón de una prótesis. La historia que nunca termina. Con las algas haciendo melena y algún pez buscando desahogo se lanzó la red para pescar metal entre cuerdas. La sorpresa, barbas pobladas y la voz ronca de un hombre con aliento a mil demonios. Un regalo para el capitán que me observa en la noche, como si todos los marineros de cicatriz supieran leer el pasado entre los arañazos. Era valioso, un tesoro, un ancla hacia alguien en algún tiempo remoto. Y de ahí a una urna sobre la mesa del puente de mando. Entre tormenta y tormenta, haciendo del apellido un legado que planta semilla. El capitán se hizo abuelo, canas entre las canas, y del hijo surgió un inepto que no toleraba la sal entre maderas. Mejor la ciudad y mejor la tierra firme que no hay mareos. Como si el mundo no diera vueltas. Mejor emplear el dinero de toda una vida en crear un imperio de mentiras para la mesa de los que van sobre quieto. De repente me disfrazo en tesoro, un legado, algo que viaja de un pesquero hasta la repisa de una estantería de caoba raptada del trópico. Diálogos entre metal y madera para pasar las noches. Pero el hijo tiene otros hijos que entre dinero ajeno, lejano, se hacen estúpidos de tanto poseer. Tiempo que hace su trabajo. Y poseen esposa, amante y varios niños que por pequeños experimentan golpeando la casa con manos perezosas que sólo se abren para pedir algo. La estantería, coja, como el pirata viejo, se tambalea hasta presumir de equilibrio con esos juegos de niños que la estremecen. A las del trópico les gusta que las soben. Desde la urna recuerdo una tormenta, como la de aquel día en la que el muñón se me hizo eterno, y caigo para buscar algo caliente que salpica en rojo. Todo son gritos y me olvidan ahorcado en una barra de metal. Entre camisas y chaquetas, perdido entre esas perchas amaneradas. Preferiría, bien lo sabe la mar, mil veces su funeral.

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