Entró en el edificio como una sombra.
Nadie reconoció la presencia de aquel hombre estirado, fibroso y de nariz puntiaguda que parecía olisquear el viento con cada giro del rostro.
Entregó su entrada y desapareció en la oscuridad de la platea.
Se escucharon estornudos acompañando al pasar de páginas del libreto en el que los invitados leían el programa a desarrollar.
Al levantar el telón se hizo la luz sobre el escenario que, derramándose como un líquido brillante, hizo surgir de la oscuridad una descomunal orquesta sinfónica desplegada ante los presentes como un muro en blanco y negro. Cada uno de los músicos parapetado detras de un pequeño atril sobre el que oscilaba, nerviosa, la primera página de un partirtura aún virgen.
En el centro, sobre un altillo, esperaba la batuta de roble del eminente director de orquesta.
Pasaron unos minutos y el propietario no apareció.
Los estornudos tornaron en silbidos al comprobar que aquella banda, antes orquesta, se desmoronaba ante la ausencia de director. Los músicos se miraban unos a otros atónitos al tiempo que escondían su vergüenza con ligeros ejercicios de afinación.
Nadie encontró al maestro y, con gran vergüenza, se devolvió el dinero de las entradas.
La prensa criticó con saña el engaño e hizo sangre con el director el cual tras esta pifia terrible nunca más dirigió.
El hombre estirado, fibroso y de nariz puntiaguda salió del edificio sonriente.
Entre las manos un maletín pequeño oscilaba ligero al no tener nada que guardar en el interior.
Se alejó del teatro pensando en una vida sin partituras, con otra música, en la que se puede sonar sin un director.
Nadie reconoció la presencia de aquel hombre estirado, fibroso y de nariz puntiaguda que parecía olisquear el viento con cada giro del rostro.
Entregó su entrada y desapareció en la oscuridad de la platea.
Se escucharon estornudos acompañando al pasar de páginas del libreto en el que los invitados leían el programa a desarrollar.
Al levantar el telón se hizo la luz sobre el escenario que, derramándose como un líquido brillante, hizo surgir de la oscuridad una descomunal orquesta sinfónica desplegada ante los presentes como un muro en blanco y negro. Cada uno de los músicos parapetado detras de un pequeño atril sobre el que oscilaba, nerviosa, la primera página de un partirtura aún virgen.
En el centro, sobre un altillo, esperaba la batuta de roble del eminente director de orquesta.
Pasaron unos minutos y el propietario no apareció.
Los estornudos tornaron en silbidos al comprobar que aquella banda, antes orquesta, se desmoronaba ante la ausencia de director. Los músicos se miraban unos a otros atónitos al tiempo que escondían su vergüenza con ligeros ejercicios de afinación.
Nadie encontró al maestro y, con gran vergüenza, se devolvió el dinero de las entradas.
La prensa criticó con saña el engaño e hizo sangre con el director el cual tras esta pifia terrible nunca más dirigió.
El hombre estirado, fibroso y de nariz puntiaguda salió del edificio sonriente.
Entre las manos un maletín pequeño oscilaba ligero al no tener nada que guardar en el interior.
Se alejó del teatro pensando en una vida sin partituras, con otra música, en la que se puede sonar sin un director.
1 Respuestas:
Como la vida misma. Ojala andaramos a nuestro compás sin dejarnos llevar por un director. Que de sinfonías distintas podríamos hacer.
Un guiño.
Publicar un comentario