De vez en cuando Honorio se saca las manos de los bolsillos. No es un sacar de manos habitual, arquea los codos como haciendo sitio a un par de escopetas. Cuando saca a pasear las falanges es porque tiene algo sobre lo que hacer presa y parece que el tipo del bigote se está pasando de afortunado con la tragaperras.
Honorio habita al final de la barra, donde se juntan en el mostrador las tapas en vinagre con las croquetas. Es raro verle lejos de su copa rallada de tanto pasar por esa máquina que hace las veces de lavavajillas. Honorio estudia a los clientes, vigila a sus camareros y acojona a la cocinera para que no se permita ni un pelo de pestaña en la comida. Cuando pasea entre las mesas del bar la clientela le hace pasillo porque le saben jefe entre indios. Al entrar ella Honorio se queda quieto y articula en su cara algo parecido a un gesto de sorpresa.
- Al final de la barra hay hueco -dice con aliento a gas propano.
La mujer le mira de arriba abajo y Honorio siente turbulencias en el estómago. Ella pasa junto a él directa al taburete que ha dejado vacío al empezar la ronda. Las pupilas de los parroquianos viajan de un lado a otro disimulando mientras Honorio ayuda a la mujer a sentarse. Las manos regresan a los bolsillos, los puños cerrados, con la máquina vomitando monedas como una ametralladora. La mujer pide un café y Honorio sonríe pensando en la suerte que tiene el del bigote, si no fuera porque ha llegado su madre le reventaba la cabeza.
1 Respuestas:
Maravilloso relato.
Nos brinda la llegada de un ángel protector.
Publicar un comentario