Salió de la fábrica brillante,
con la tela tersa y las ganas de hacer ángulos por las nubes. Había escuchado,
entre tornillo y tornillo, cómo más de uno de sus hermanos había terminado
escondiendo vestidos de novia, cuerpos brillantes, sonrisas de curiosidad,
niños jugando al escondite e incluso asesinos. De todo para todos, como en las
mejores películas de misterio. Cuando era nada más que ocho palos escuchó la
historia del modelo A65 que terminó junto a la mesa del hombre más importante
del mundo. Ocultando su firma de ojos extraños, ensombreciendo los deslices que
uno quiere que nunca se escapen más allá de sus labios. Él o ella, pues nunca entendió
cómo pensarse, salió de la fábrica dando golpes en la parte de atrás de una
furgoneta. Acompañado por esos hermanos que se reconocen en los gestos igual
que el mar se calca las olas. La puerta se abrió para que unas manos rápidas los
apilaran bien juntos en un pequeño carro metálico. Parece una jaula murmuraban,
es una jaula concluyeron. Uno a uno fueron saliendo de ahí. De las manos
rápidas a unas manos lentas, a unas manos con guantes, a unas manos curtidas, a
unas manos al otro lado de un pijama blanco. Él o ella, aunque ya en ese momento
cada vez se sentía más eso, salió de
un salto arrastrado por el ímpetu del que recibe lo que necesita. Le desnudaron
rápido, fuera la ropa de plástico, y atravesó un pasillo en el que apenas pudo
ver personas tumbadas y máquinas hablando entre ellas con pitidos extraños. Se
abrieron sus ángulos, con el chirriar joven del nuevo por primera vez
desplegado. Forzaron sus quince grados entre bisagra y pisaron uno de los frenos
como si le anclaran al fondo de un océano. Y ahí tuvo perspectiva para ver el
mundo que le había tocado. Gente de blanco de acá para allá a uno de los lados.
Al otro, gente muy quieta, sobre una cama, con los ojos casi cerrados. Eso se percató de que ahora se había
convertido en frontera, en un muro, algo que convertía la intimidad en un trozo
de tela extendida entre ocho bastidores. Y se percató de esa cruz serigrafiada bajo
la que se leía un nombre largo que terminaba con el ímpetu de una palabra tan
noble como universitario. Y aprendió de lo mucho que oscurece la soledad cuando
suenan las máquinas abusando del miedo. Y le puso pared a las quejas e
intimidad a los ruegos. Escuchó lo que ahí se decía evitando hacer eco. Se hizo
todo lo grande que pudo para mimar cada cuerpo hasta verlo convertido en recuerdo.
Con cada plegado un vacío extraño. Con cada despliegue, como el que cae siempre, con las mismas dudas, con los mismos miedos.
"El tipo que escucha" en "Radio Taraská" (RNE3)
Hace 15 años
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