Cleo la levantó y allí la esperaba el alacrán. Paciente, respirando el aire que quedaba en el interior de la urna como si estuviera fumándose un pitillo de oxígeno. Lo cogió por las tenazas y empezó a menearlo. El animal entendió la señal.
La pócima burbujeaba en el caldero esperando nerviosa su ingrediente secreto, aquel que permitiría al brebaje ejecutar con un sonoro tachán su bien pensado destino. Al tercer zarandeo el arácnido rojo derramó su veneno en el caldero humeante.
La bruja apagó entonces el fuego, escondió al bicho y puso rauda la mesa.
Sonriente.
Para ella esa noche la cena sería por fin especial.
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