Con esa sonrisa ya es suficiente.
Cuarenta y cinco minutos.
Esta vez parece que he necesitado menos tiempo para ganarme su confianza.
Ahora podré introducir la mano en el bolsillo sin llamar su atención. Pensará que voy a fumarme otro cigarrillo. Puede que incluso me ofrezca de nuevo el mechero plateado que ya me ha enseñado antes.
Iluso.
Encender mi cigarrillo en su imaginación será lo último que haga.
El problema es que no está solo, y el hecho de que no lo esté significa mala suerte para el resto.
La calle está vacía, no hay nadie rondando fuera y es tan tarde que este bar parece ser el último sitio con vida en toda la maldita ciudad. Como si esto fuera una cueva de crápulas que no tienen dónde ir y buscan, sobre una barra de madera, la forma de perder lastre mental frente a uno cuantos vasos llenos de alcohol.
Gente sola en compañía.
Paradójico.
Delante de mí está parapetado el camarero. No lo sabe aún pero el verbo parapetar está siendo conjugado por todas las cosas que tiene delante de él. No debe ser el dueño del local pues los dueños no suelen vestir el uniforme de la casa y el chico lo lleva puesto.
Blanco, limpio y recién planchado.
No me gusta el color blanco. Se mancha con demasiada facilidad.
En cambio ella ha elegido mejor. Tanto sus labios como su vestido son de una excitante color rojo. El mismo tono que por dentro tiñe la gasolina que mueve los músculos de su rostro y le permite sonreír mientras se lleva el cigarrillo a la boca. Me gusta pensar que su sangre es un combustible.
Inflamable.
Insinuante.
Al parecer debe venir a éste bar para trabajar en primera persona con los clientes.
No sé si me explico.
Un par de copas, un número impar de sonrisas y la cartera se abre para pagar un buen precio. La cartera se abre, bonita metáfora.
Siento empatía por ella, de algún modo su trabajo es prácticamente tan antiguo como el mío. Los dos recibimos dinero a cambio de varios suspiros.
Los suyos mejores, sin duda.
Además no es una mujer fea y pagar por sus servicios no debe suponer demasiado esfuerzo al que lo haga. Observarla ahora con la mano derecha suspendida en el aire mientras da una nueva calada me hace recordar a mi chica.
Mañana temprano le compraré unas flores.
Mi cliente se encuentra entre la mujer vestida de rojo y un servidor.
Vestido con un traje azul marino parece un tipo respetable. Como si pagara sus deudas, fuera un buen jugador y no engañara a su querida esposa. Tres mentiras y un disfraz.
Todo va a terminar muy rápido.
Me caen bien.
Y estamos solos.
El bar vacío con tres clientes y un camarero de uniforme. La enorme cristalera me permite ver perfectamente la calle y desde hace un buen rato no pasa ni un alma por delante del bar.
Testigos.
No quiero ninguno.
Primero dispararé a mi cliente. Es el único de los tres que puede llevar arma. Él es un perdedor y, como el gusano en el anzuelo, seguro que sabe que le quieren pescar. Si yo fuera él llevaría siempre un as del calibre número ocho en la manga. Para hacer trampas al destino.
Lo haré entre los ojos, le tengo cerca y será fácil. Imagino que cuando quiera darse cuenta ya estará muerto, pagando respetuoso a Caronte para que le de un paseo en su barca. Morirá sorprendido y con un mechero en las manos, apagándose al mismo tiempo que la llama que me iba a prestar. Parece simpático, el típico tipo que conoces desde hace poco tiempo y al que hacerle un favor entra rápido en tus planes.
Yo le prestaré uno, para que presuma en el infierno de que su asesino fue sin duda un buen tipo.
Le regalo el no darse cuenta. Un final rápido.
Después le dispararé a ella.
Apuntaré al corazón.
Lo haré ahí porque no quiero que su rostro se dañe, así cuando la entierren tendrá aún una bonita sonrisa con la que pedir perdón por sus pecados. Sé que si disparo al corazón es probable que le dañe uno de sus pechos, el izquierdo concretamente. Supongo que dará igual pues esto no tiene importancia allí abajo. Incluso si alguien en la morgue se dedica a amortajar cuerpos bonitos de forma peculiar puede que el insignificante hecho de no quitarle el sujetador no le importe.
Ese tipo de gente no tiene escrúpulos. Ni asco.
Ni ojos.
Otra ventaja en la dama es que en su vestido la sangre apenas llamará la atención. Su color rojo la hará diluirse pasando casi desapercibida. No habrá más huellas de muerte que aquellas que provoquen mis balas en el camino dibujado hasta llegar a su corazón.
Poético.
Para terminar, mataré al camarero.
Está detrás de la barra y, si quiere escapar, o la salta o debe levantar una trampilla que está justo a mi derecha para después salir corriendo.
La trampilla lleva por supuesto un rato bloqueada. Al llegar, antes de cambiarme de sitio y comenzar una estúpida charla con el cliente dejé delante una silla. No podrá abrirla.
Tampoco podrá saltar. No creo que haya visto muchos muertos y el volverse un experto tan rápido suele crear ciertos nervios y dudas. Permanecerá inmóvil.
Al chico le dispararé primero al vientre y luego al ojo derecho.
Con lo primero no voy a matarle. Quiero disponer del tiempo suficiente como para llegar hasta él y decirle al oído que no me gusta el color blanco. Que su jefe debería haber elegido cualquier otro.
No suelo disparar a la gente vestida de verde por ejemplo.
Manía estúpida, pero manía que le habría salvado la vida.
Lo de disparar al ojo derecho lo haré porque el último camarero que maté era tuerto del izquierdo. Debo equilibrar la balanza.
El arte de la improvisación, con su muerte, llegará entonces a su fin. Saldré del bar, pagando por supuesto la cuenta, y seré otra vez un fantasma con el bolsillo repleto de dinero.
Introduzco ahora la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta. Esta mañana estuve limpiando el revólver. Quizá brille tanto que incluso llegue a deslumbrar al cliente antes del primer disparo.
En la calle no hay nadie.
Es de noche. El silencio y la oscuridad me dan ya su permiso.
El tipo sonríe y muestra su mechero plateado, ofreciéndome fuego.
Cuarenta y cinco minutos y se cree ya un amigo.
Los cuatro en un bar.
Y hoy, otra vez, no quiero testigos.
Cuarenta y cinco minutos.
Esta vez parece que he necesitado menos tiempo para ganarme su confianza.
Ahora podré introducir la mano en el bolsillo sin llamar su atención. Pensará que voy a fumarme otro cigarrillo. Puede que incluso me ofrezca de nuevo el mechero plateado que ya me ha enseñado antes.
Iluso.
Encender mi cigarrillo en su imaginación será lo último que haga.
El problema es que no está solo, y el hecho de que no lo esté significa mala suerte para el resto.
La calle está vacía, no hay nadie rondando fuera y es tan tarde que este bar parece ser el último sitio con vida en toda la maldita ciudad. Como si esto fuera una cueva de crápulas que no tienen dónde ir y buscan, sobre una barra de madera, la forma de perder lastre mental frente a uno cuantos vasos llenos de alcohol.
Gente sola en compañía.
Paradójico.
Delante de mí está parapetado el camarero. No lo sabe aún pero el verbo parapetar está siendo conjugado por todas las cosas que tiene delante de él. No debe ser el dueño del local pues los dueños no suelen vestir el uniforme de la casa y el chico lo lleva puesto.
Blanco, limpio y recién planchado.
No me gusta el color blanco. Se mancha con demasiada facilidad.
En cambio ella ha elegido mejor. Tanto sus labios como su vestido son de una excitante color rojo. El mismo tono que por dentro tiñe la gasolina que mueve los músculos de su rostro y le permite sonreír mientras se lleva el cigarrillo a la boca. Me gusta pensar que su sangre es un combustible.
Inflamable.
Insinuante.
Al parecer debe venir a éste bar para trabajar en primera persona con los clientes.
No sé si me explico.
Un par de copas, un número impar de sonrisas y la cartera se abre para pagar un buen precio. La cartera se abre, bonita metáfora.
Siento empatía por ella, de algún modo su trabajo es prácticamente tan antiguo como el mío. Los dos recibimos dinero a cambio de varios suspiros.
Los suyos mejores, sin duda.
Además no es una mujer fea y pagar por sus servicios no debe suponer demasiado esfuerzo al que lo haga. Observarla ahora con la mano derecha suspendida en el aire mientras da una nueva calada me hace recordar a mi chica.
Mañana temprano le compraré unas flores.
Mi cliente se encuentra entre la mujer vestida de rojo y un servidor.
Vestido con un traje azul marino parece un tipo respetable. Como si pagara sus deudas, fuera un buen jugador y no engañara a su querida esposa. Tres mentiras y un disfraz.
Todo va a terminar muy rápido.
Me caen bien.
Y estamos solos.
El bar vacío con tres clientes y un camarero de uniforme. La enorme cristalera me permite ver perfectamente la calle y desde hace un buen rato no pasa ni un alma por delante del bar.
Testigos.
No quiero ninguno.
Primero dispararé a mi cliente. Es el único de los tres que puede llevar arma. Él es un perdedor y, como el gusano en el anzuelo, seguro que sabe que le quieren pescar. Si yo fuera él llevaría siempre un as del calibre número ocho en la manga. Para hacer trampas al destino.
Lo haré entre los ojos, le tengo cerca y será fácil. Imagino que cuando quiera darse cuenta ya estará muerto, pagando respetuoso a Caronte para que le de un paseo en su barca. Morirá sorprendido y con un mechero en las manos, apagándose al mismo tiempo que la llama que me iba a prestar. Parece simpático, el típico tipo que conoces desde hace poco tiempo y al que hacerle un favor entra rápido en tus planes.
Yo le prestaré uno, para que presuma en el infierno de que su asesino fue sin duda un buen tipo.
Le regalo el no darse cuenta. Un final rápido.
Después le dispararé a ella.
Apuntaré al corazón.
Lo haré ahí porque no quiero que su rostro se dañe, así cuando la entierren tendrá aún una bonita sonrisa con la que pedir perdón por sus pecados. Sé que si disparo al corazón es probable que le dañe uno de sus pechos, el izquierdo concretamente. Supongo que dará igual pues esto no tiene importancia allí abajo. Incluso si alguien en la morgue se dedica a amortajar cuerpos bonitos de forma peculiar puede que el insignificante hecho de no quitarle el sujetador no le importe.
Ese tipo de gente no tiene escrúpulos. Ni asco.
Ni ojos.
Otra ventaja en la dama es que en su vestido la sangre apenas llamará la atención. Su color rojo la hará diluirse pasando casi desapercibida. No habrá más huellas de muerte que aquellas que provoquen mis balas en el camino dibujado hasta llegar a su corazón.
Poético.
Para terminar, mataré al camarero.
Está detrás de la barra y, si quiere escapar, o la salta o debe levantar una trampilla que está justo a mi derecha para después salir corriendo.
La trampilla lleva por supuesto un rato bloqueada. Al llegar, antes de cambiarme de sitio y comenzar una estúpida charla con el cliente dejé delante una silla. No podrá abrirla.
Tampoco podrá saltar. No creo que haya visto muchos muertos y el volverse un experto tan rápido suele crear ciertos nervios y dudas. Permanecerá inmóvil.
Al chico le dispararé primero al vientre y luego al ojo derecho.
Con lo primero no voy a matarle. Quiero disponer del tiempo suficiente como para llegar hasta él y decirle al oído que no me gusta el color blanco. Que su jefe debería haber elegido cualquier otro.
No suelo disparar a la gente vestida de verde por ejemplo.
Manía estúpida, pero manía que le habría salvado la vida.
Lo de disparar al ojo derecho lo haré porque el último camarero que maté era tuerto del izquierdo. Debo equilibrar la balanza.
El arte de la improvisación, con su muerte, llegará entonces a su fin. Saldré del bar, pagando por supuesto la cuenta, y seré otra vez un fantasma con el bolsillo repleto de dinero.
Introduzco ahora la mano derecha en el bolsillo de la chaqueta. Esta mañana estuve limpiando el revólver. Quizá brille tanto que incluso llegue a deslumbrar al cliente antes del primer disparo.
En la calle no hay nadie.
Es de noche. El silencio y la oscuridad me dan ya su permiso.
El tipo sonríe y muestra su mechero plateado, ofreciéndome fuego.
Cuarenta y cinco minutos y se cree ya un amigo.
Los cuatro en un bar.
Y hoy, otra vez, no quiero testigos.
9 Respuestas:
felices vacaciones,pues!
uy,esto no iba aquí!!:S
es que tengo tantas ventanitas de blogger... solo quería decir que me ha gustado el relato..
pasaba por aquí..
Estupendo relato, da gusto pasarse por aquí y leerte. Enhorabuena.
Estimado y desconocido alberto, de ahora en adelante procuraré seguir tu blog así como tu evolución en el mundo literario tras la publicación de ,el tipo que escucha,. llegaste hasta mi mail a través de a. alfaya, de su libreta de direcciones, supongo, y hasta hoy no he podido pronunciarme por motivos de agobios propios y ajenos. también me he añadido al listado de cuadritos con dibujo, soy la pintura verde.
tenemos un blog mi pareja y yo, si estuvieses interesado en verlo estaríamos encantados de indicarte el camino...
un saludo, y enhorabuena.
peter cock, laura dorrego.
por cierto, somos muy nuevos en esto, y hemos invertido cerca de diez minutos en dar con el sitio donde poner el comentario.
somos más de azadón y lápiz de grafito...
laura, p.c.
Hooper y la soledad: la misma cosa. Me gustó. Las frases cortas y sentenciosas del final de cada exposición me atraparon. Seguro que en papel ya tendría cosas señaladas. Buscaré el libro.
Felicidades,
Izaskun
Me tenías acostumbrado a tus relatos de una línea, y ha sido una buena sorpresa descubrir esta visión de Hopper, tamizada en un guión de serie negra, tan acorde con el espíritu solitario del pintor, y tan cercana a los parámetros de tu estilo. Aprecio ese trazo seguro con el que te deslizas por la historia. Un abrazo.
Gracias a todos.
Cuando envié el relato para el concurso de selección no pude añadir la imagen y resultó curioso comprobar como aún así funcionaba entre los que lo leyeron (al final del concurso nos enviaron las opiniones de los lectores y pude descubrir tanto errores algunas pequeñas virtudes).
Hopper crea relatos con cada uno de sus cuadros... tan solo ahí que dejarse llevar por el susurro de sus trazos para encontrarlos.
Y tal.
IMPRESIONANTE.
IMPECABLE.
ME ENCANTÓ.
TE SIGO A MUERTE... A PARTIR DE HOY...
UN BESO.
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