
El jugador no fallaba un solo disparo.
Para él la portería era doble.
Jugaba siempre borracho.
Las manos manchadas con la sangre seca de un hombre del que sólo recuerdo su mirada.
Con sus ojos grabados a fuego al ser yo lo último que iban a ver.
Golpeándome con el miedo del que encuentra el final.
Su destino.
Sentado ahora en una silla de madera mientras busco quién soy a pesar de lo que he hecho.
Llorando.
Lavando con lágrimas la costra rojiza que tengo adherida a mi piel.
Con el pedazo de tela que me hizo anónimo ahí delante.
Negra prenda tirada en el suelo.
Excusa, última excusa, que me mantiene cuerdo.
Como todos los días me desperté al alba.
La puerta de la carpintería debe abrirse muy pronto. Ante ella pasan los carros llenos de comida dirigiéndose al mercado y es extraña la jornada en la que cualquier piedra traicionera no nos ofrece un cliente al que arreglar una rueda.
Una vez aseguré los goznes y puse en la entrada un par de sillas a modo de exposición padre me envió al herrero. Debía comprar clavos pues la última remesa estaba ya prácticamente agotada. La herrería está apenas a unos metros y no tarde apenas diez minutos en hacer el recado.
Al regresar los encontré de pie, esperándome, en el interior del taller.
Al principio ví dos sombras altas, inmóviles, que parecían observarme en silencio. Al acercarme los dos borrones oscuros se convirtieron en un par de hombres vestidos de negro. En su rostro una barba poblada les permitía esconder viejas cicatrices conformando una máscara perfecta para el trabajo que desempeñan.
Padre, encogido a un lado, movía inquieto los pies levantando así pequeñas virutas que oscilaban nerviosas antes de regresar al suelo.
- Feliz cumpleaños - gruñó el hombre de mi derecha.
Asentí para darle las gracias y dejé sobre una pequeña mesa el paquete de clavos que había ido a buscar.
- Hemos venido para hacerte un regalo - añadió su acompañante -. Necesitamos que se cumpla un castigo y dadas las circunstancias has sido tú el elegido – terminó sonriente.
Di un paso atrás.
Aquellos hombres habían venido a continuar su tradición el día de mi mayoría de edad.
“El hombre más joven de la comunidad será el verdugo de aquel que, por acción u omisión, merezca el mayor de los castigos”.
- Esta tarde, cuando la campana toque tres veces vendremos a buscarte – dijeron dando un paso al frente -. Te hemos dejado ahí, sobre la mesa, la ropa que debes utilizar - el más alto de ellos apoyó su mano sobre mi hombro.
Después se marcharon dejando el taller ocupado por un silencio viscoso.
- Mala suerte - susurró padre tras cerrar la puerta.
Mala suerte porque en contadas ocasiones era necesario alguien que hiciera cumplir un castigo.
Un verdugo.
¿Mala suerte?
Me senté en una silla aún por terminar y quedé inmóvil.
Observé, durante horas, mis dedos, mis manos vacías, buscando en ellas la excusa que me permitiera escapar de aquello que exigían de mí.
No dije nada, intenté desaparecer, convertir el tiempo en un instante infinito.
Intenté no oír, quedarme sordo, para no sentir la campana dando paso a las horas.
Pero la oí.
Sonó tres veces y con ello el oscuro traje se mostró ante mis ojos como un conjuro. Mi padre lo depositó sobre mis rodillas.
- No dejes que te vean la cara, que sepan quién eres, por favor, no olvides ocultar tu rostro - musito antes de dejarme solo.
Contemplé la ropa y comencé a vestirme.
Teñí mi cuerpo de negro y escuché al terminar tres golpes secos en la puerta.
Me acerqué a ella tras coger el pedazo de tela que aún descansaba sobre la mesa. Llené mis pulmones de aire y me puse la máscara intentando desvanecerme para no ser yo debajo de la tela.
Los dos hombres me guiaron, con pasos lentos, hasta el patio situado en una lateral del castillo.
Mantuve la mirada pegada al suelo.
Intenté no escuchar los gritos e insultos que la gente lanzaba al hombre vestido de negro en el que me había convertido. Recordé la última vez que ví a un verdugo caminar por las calles del pueblo.
Recordé lo que le dije.
Sentí nauseas.
Al llegar al patio, rodeados por una multitud, subimos a un estrado en el cual reconocí los clavos del herrero y el trabajo artesano de mi padre. Sobre él, en el centro, un tocón de madera. A los lados un cesto de mimbre y un hombre de mediana edad vestido con harapos.
A mis pies un hacha.
El condenado comenzó a gritar palabras incomprensibles cuando los hombres que me acompañaban se separaron de mí y le cogieron de los brazos.
Chilló como un animal mientras le obligaron a poner su cabeza sobre el tronco.
Comenzó a gritar, babeando, cuando pusieron el hacha en mis manos.
Al cogerla sentí su peso como una losa sobre los hombros y ví sus ojos, con el cuello girado de forma grotesca, pidiendo clemencia.
Oí la voz de la muchedumbre que me insultaba a mí y al tiempo pedía cumplir con la condena. Miré al frente y no ví nada. Sentí que aquella máscara era invisible, que no existía, y mi garganta comenzó a gritar palabras que no eran mías.
Levanté el hacha.
Lloré y le devolví la mirada al condenado recibiendo como castigo su recuerdo.
Dudé.
Después dejé caer el arma.
No recuerdo cómo regresé al taller ni cuánto tiempo llevo aquí sentado.
Observó ahora mis manos y no soy capaz de ver sangre.
No soy capaz de ver porque no sé lo que veo.
Es de noche.
Estoy desnudo.
Con la negra ropa tirada en el suelo, ahí delante. Sintiendo que estoy a tanta distancia de mí que parece que incluso el miedo me queda lejos.
Levanto los ojos y descubro a padre. Me mira, dudando, pues teme acercarse.
- Mañana no hace falta que te despiertes al alba - dice en voz baja.
Lloro y me entierro entre las manos.
Oculto mi rostro.
Feliz cumpleaños.
No reconocí al hombre que tenía frente al espejo y en cambio éste se clavó en mis pupilas. Me mostró los dientes dejando escapar entre ellos un líquido blanco que cruzaba su barbilla dejando un rastro de pequeñas burbujas.
Intenté desviar la mirada pero alzó la mano y me mantuvo quieto mientras él zarandeaba mi rostro con un movimiento intermitente de su brazo derecho.
Sentí un hormigueo en la espalda, frío sobre la lengua, y le ví caer pegado al sonido de algo que parecía rasgarse bajo mis manos.
Le sustituí sobre el cristal con el rostro empapado.
Despierto.
Temiendo el día en el que olvide lavarme los dientes.
Resultaban una pareja peculiar, de estos bromistas que no podían estarse quietos ni un momento buscando la sonrisa cómplice, la carcajada estruendosa o el cuchicheo ácido.
Sin parar.
Cuando nos dijeron que se casaban no les creímos, obviamente. De hecho el mismo día de la boda los invitados nos mirábamos unos a otros pesando que aquello era otra de las suyas.
Pero llegaron.
Sonó la marcha nupcial y dio comienzo la ceremonia.
En el momento en el que el cura le preguntó a ella si quería a su pareja como esposo dijo sí sin dudar. Cuando se lo preguntó a él la novia sacó una pistola y apuntándole a la frente dijo:
- A ver que contestas.
Él dio un paso atrás asustado y ella apretó el gatillo.
La gente comenzó a gritar.
El novio quedó empapado mientras ella disfrutaba de su broma.
El banquete se celebró en un bello jardín junto a un lago artificial. El menú fue delicioso y el servicio trató a cada invitado como un elemento imprescindible de la celebración.
Finalizó con la típica tarta de boda en la que dos muñequitos coronan su punto más alto. El novio dejó que su mujer hiciera los honores y le dio una pequeña espada conmemorativa para que partiera la tarta.
Al ver cómo iniciaba el movimiento él se tiró al suelo.
Tras la explosión todo quedó manchado de blanco y rojo.
Blanca nata de pastel.
Rojo sangre de la novia.