El escritor se desvaneció como unos puntos suspensivos. Abandonó hogar, bebidas y cuentas pendientes. Entre lo poco que dejó en los armarios una gabardina gris con los bolsillos llenos de arena, mitad montaña, mitad playa, metáfora de un tipo entre medias. La policía no preguntó mucho y los vecinos agradecieron su ausencia. Resultaba incómodo tenerle de pie mirando a oscuras por la ventana. Regalaron sus libros, todos a estrenar, y dejaron las estanterías listas para un ejército de porcelana. El casero tardó meses en alquilar la casa a un hombre de barba poblada y ojos oscuros que le cayó bien por recordarle al desaparecido.
El inquilino, puertas cerradas, paseó la casa como un perro olisqueando motivos. Buscó bajo cada pedazo de parqué y terminó con los rodapiés hechos una pila en el salón. Cuando la casa parecía una raspa, detrás de la nevera, encontró un sobre lacrado con un sello en forma de rueda. Celebró como un loco haber hallado quizá un testamento. Abrió botella de vino y vaso de plástico para terminar encima de su cama para la lectura. El sobre se deshizo en papel amarillo y leyó en letras grandes, temblorosas, dos líneas paralelas que parecían derramarse sobre una esquina. "La última vez que fui escritor era papel entre las manos". Apagó la luz y se acercó a la ventana. La silueta como una sombra tras el cristal y el mundo, otra vez nuevo, al otro lado.
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