Tan sólo hace falta un arrepentido, un despistado o un diferente para poner el fuego en marcha. Por eso en el pueblo, tras la hoguera, ya casi nadie escucha los gritos. Quizá el más pequeño, el recién llegado, cree oír algo cuando descubre el ritual. Pero se pasa con los días, con un par de fuegos uno se hace a la idea.
Hoy le toca a mi hijo saltar al otro lado.
Mi mujer y los críos se han quedado en casa. Rezan a ese Dios suyo que parece estar en todas partes pero nunca con nosotros. Al pasar Manolo y Lucas me saludan con disimulo. Ellos no se casaron con nadie. Siempre ha sido el miedo su excusa.
Él camina a mi lado y es capaz de sonreír un poco. Pasamos junto a la puerta de la chica con la que estuvo anoche. Ella seguro que respira tras la madera, escondida. Él sabe que está ahí y se detiene. Me hago un muro inútil contra los que nos empujan.
Él camina a mi lado y es capaz de sonreír un poco. Pasamos junto a la puerta de la chica con la que estuvo anoche. Ella seguro que respira tras la madera, escondida. Él sabe que está ahí y se detiene. Me hago un muro inútil contra los que nos empujan.
Ya se oyen los tambores y el olor a humo se acerca desde el suelo. Arrastrándose. Y él me agarra los dedos como cuando era más chico y nos íbamos a pescar al río. Como el día del susto con la vaquilla del Manolo. En la plaza están los de siempre. Ellos me observan con un sentir extraño al otro lado de las pupilas. Decepción. Fracaso. Cruje la hoguera, como si fuera una boca hambrienta. Los dedos se nos separan sin darnos cuenta y él se deja llevar por los preparativos. Está ahí con los otros, una sombra con otras sombras. Molesta ver cómo sonríen y se abrazan, hace daño, un daño dulce porque mi hijo tiene compañía en otros. Manolo y Lucas se acercan, siento como cada uno me pone una mano sobre los hombros. Me pegan al suelo. Observo como mi hijo levanta el puño y el grupo de saltadores lo imita antes de salir corriendo. Las llamas me impiden ver quién grita cuando llegan al otro lado.
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