El asesino le rebanó el cuello tras cortar el aire como cuchillo caliente cortando la mantequilla. El tipo de la trompeta cayó al suelo, muerto en el acto, sin tiempo siquiera para adivinar el lugar de procedencia del tajo. En sus ojos, el asesino, adivinó la sorpresa del que no sabe que está muerto cuando ya le han matado.
El asesino era un experto en esas circustancias. Matar sin que se lo esperen es matar sin consecuencias morales para la víctima, nada de preocupaciones o miradas atrás sospechando que algo pasa. Como siempre dedicó varios días para asimilar a su presa y al fin había podido darle el pasaporte al único lugar al que no se quiere ir pero del que nunca se vuelve.
Dejó el cadáver tirado y abandonó la habitación sintiendo entre sus dedos enguantados el tacto áspero de un fajo enorme de billetes.
La sangre manó durante unos segundos hasta que se detuvo convertida en una pasta de olor metálico. En el atril, sobre la partitura, las notas de color negro se acompañaban por puntos y salpicaduras rojas que parecían querer poner otro tono a la música que se escondía entre las cinco líneas del papel.
Sonó el timbre del piso de arriba y el asesino extendió su mano ante la puerta entreabierta. Después se dio la vuelta, sin despedirse, y marchó hasta su casa, su escondite de asesino a sueldo, mientras silbaba una canción compuesta mediante golpes de inspiración fortuita.
El vecino del trompetista cerró la puerta y abrió un libro.
Se sentó en su sillón favorito y comenzó a leer.
Bendito silencio.
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