El bebé, como un cordero en la pradera, campa a sus anchas por el salón. Observa a sus padres gritándose cosas que no entiende pero que hacen retumbar sus tímpanos recién estrenados. Gatea por el parqué de un lado a otro, rozando sus bracitos y sus piernitas con las temibles esquinas que infectan el mundo en el que se mueve.
Sus padres no le han visto, de hecho piensan que sigue siendo incapaz de lanzar una mano tras otra sobre el suelo. En su gritar, en su insultar, no han asistido de forma consciente a los primeros indicios de libertad por parte de su sonrosada creación.
El bebé observa, ahora sentado sobre el pañal, como la pareja comienza a lanzarse objetos. Vuela un vaso, vuela una copa y vuela también un cuchillo.
Guiado por el tintineo y esquivando los cristales rotos el niño se arrastra hacia el metal como un imán de carne. Le cuesta hacer pinza para cogerlo del suelo ya que aún no domina la técnica a la perfección. Cuando se lo está llevando a la boca escucha como los gritos se convierten en el par de sílabas que componen su nombre.
El bebé sabe que le están buscando pero es incapaz de ofrecer algo más que una sonrisa muda como respuesta.
Ni siquiera los nuevos gritos, esos que ahora padre y madre sueltan desesperados, sirven para que el bracito se detenga en su afán por acercar el cuchillo.
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