A través de la ventana no daban tanto miedo. La cortina los difuminaba aún contra negro y eso a mí me daba tiempo para hacer las cosas con calma. Dejé el café recién hecho sobre la mesa de cristal, sin posavasos, lanzando señales de humo arábigo al aire. Me lavé los dientes con un cepillo eléctrico, una gozada, y me di una ducha rápida. Nada de peinarme ni de echarse una ojeada en el espejo. Cogí mis vaqueros viejos, la camiseta de algodón y me puse las zapatillas de piel gastada que suelo usar todos los sábados para salir de marcha. Me puse cómodo. Busqué a tientas el reloj, la cartera y el teléfono móvil. También me llevé el pequeño espejo con polvos blancos. Ella no se enteró de nada, seguía perdida en un sueño profundo producto de los excesos de la última noche. Aún olía a sexo del bueno en la habitación.
Al salir me los encontré sentados encima del coche, sonrientes, con esa cara de listos que ponen siempre justo antes de hacer su parte del trabajo. Como si fuera fácil estar tan bueno. Estúpidos. Lo difícil es separar sus piernas y dejar abierta la puerta de la casa.
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