- Estoy cansada.
La nariz salió de cuajo. Limpia después de tantos días a la intemperie.
- Harta.
El sombrero y los ojos, aún húmedos, saltaron a unos metros.
- No hay manera de hacerte entrar en razón.
Con la pala le decapitó en dos tiempos. Poc. Descanso. Poc. El niño observaba a la mujer completamente hipnotizado.
- No sabes lo que has estado haciendo.
Patada en el abdomen.
- No sabes cuanto daño me has hecho.
Patada a la altura de los testículos.
- No aguanto más.
Clavó la pala entre hombros y ombligo. La dejó ahí, sobre el cinturón de hebilla dorada.
- Vamos. No digas a nadie cómo ha pasado.
El crío, sonriente, afirmó con la cabeza. Antes de seguirla abrió la boca para saborear el líquido que goteaba desde la superficie metálica. Después sorteó la nariz, la cabeza, los ojos y el sombrero. Entraron en casa, se quitaron los zapatos y esperaron en el sofá. Uno jugando y la otra leyendo. Con el ruido del coche ante la puerta el niño saltó del sofá.
- Mamá, ¿voy a por la pala?
- Todavía no hijo, tan sólo estábamos entrenando.
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