Entre los montones de ropa inundación de berridos. Unos segundos las camisas, una eternidad las faldas, no interesan los gorros pero si, un poco, los guantes de lana. Con la madre detrás, dando gritos porque está sorda. En realidad están sordas las dos y se comunican como si hubiera distancia a unos centímetros. La cara de la dependienta cambia de propietaria pero no cambia de gesto. En todos los sitios el mismo juego.
- ¡Mamá deja de seguirme! ¡Soy ya una mujer hecha y derecha!
La hija se estremece con las muletas, un casi me caigo constante, parece un potrillo recién estrenado. Como si las gafas de culo de vaso fueran dos escudos y no importara el impacto. Kamikace de la vida, nada le da miedo. El bolso enorme se bambolea como un péndulo sobre su espalda. Llaman la atención, el punto y la coma. La madre, señora de pelo grasiento y boca negra, que pide perdón y pone la mano sobre los hombros. "Perdone, está enferma". "Perdone, no sabe lo que dice". "Perdone, está coja". "Perdone, no sabe lo que hace". Entre ser y no saber todo son gestos de no pasa nada. Las dos mujeres, un grito y efecto doppler, atraviesan las tiendas como un terremoto. El suelo lleno de ropa y la exposición como después de rebajas. Siempre suenan las alarmas cuando cruzan la puerta. Entre muletas, dientes de saldo y prótesis varias las dos salen calle arriba, calle abajo, echando pestes sobre su raza. Se oyen los improperios hasta llegar al coche. Ahí las dos recuperan los sentidos y tientan la ropa para buscar las alarmas.
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