El hombre angustiado se puso de pie al grito de vamos. Caminaba entre flashes y sobre alfombra negra. Tan sólo cabeza baja y puños cerrados. A un lado y a otro la gente pedía un saludo, un gesto. Los tipos que le rodeaban eran expertos en dar solícitos lo que se les exigía.
El hombre triste se detuvo al llegar a la escalera, delante del panel blanco con el nombre de veinte empresas de otros tantos países. Todas proporcionando riqueza para una fiesta pobre, antónimos en una reunión de sinónimos.
El hombre trágico subió hasta su escalón y observó desde las alturas el tumulto de chalecos fluorescentes y cámaras de fotos. Un tac-tac sobre un murmullo. Descubrió en los que estaban delante, los importantes, signos de envejecimiento capilar y malos trucos para esconder las piel allí donde no había pelo. Disfraz sobre disfraz.
El hombre melancólico sintió palpitar en el bolsillo su teléfono móvil. Miró con disimulo la pantalla encontrando en ella las indicaciones exactas sobre lo que tenía que hacer. Guardó el aparato y se puso erguido, dejándose llevar por fuerzas horizontales desde la comisura de los labios.
El hombre atormentado se puso a sonreír.
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