El astronauta cayó en un parque de atracciones. Caminó hacia la estructura a oscuras en un mundo de dos soles. La gravedad, exacta a la de la Tierra, le facilitaba la maniobra. Sacó su cámara de vídeo y lanzó la célula satélite de grabación. En el puesto de mando, a miles de años luz, un grupo de seres humanos estaba mirando su señal en la pantalla.
Abrió la valla con unas tijeras térmicas y escaneó la zona con un sensor de carbono. Pudo distinguir en la distancia dos formas de vida cuadrupedas a suficiente distancia como para no escucharle ni verle. Comprobó la ausencia de vigilancia digital rastreando frecuencias y entró en el parque.
Atravesó un par de zonas de descanso y dejó atrás una extraña fuente. A unos metros parecía dibujarse un tiovivo. Se puso de rodillas y envió un mensaje al capitán de expedición. Recibió una respuesta afirmativa. De nuevo de pie caminó hasta la máquina y observó en la oscuridad la silueta de las figuras en la atracción. Por un momento dudó si seguir adelante.
Encendió la linterna mirando al suelo, para evitar que un haz de luz perdido activara sensores avanzados de localización. Caminó despacio y apuntó a la cabeza de uno de los muñecos ensartados a modo de asiento. En el puesto de mando se escucharon gritos y una de las mujeres abandonó la sala vomitando. El astronauta realizó las fotografías de rigor e intentó regresar sin éxito a la nave. Por los nervios no escuchó el relincho de los guardias al cabalgar.
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