El público está impaciente, las butacas son una tormenta de trucos producto de los nervios antes del espectáculo. El joven Potter juega con dos enanos mientras su mentor Dumbledore se entretiene disparando pequeños soplidos de Gárgamo que despeinan a un Houdini entretenido bajo un montón de cadenas. El hombre del sombrero de copa lanza conejos al aire y Cooperfield hace desaparecer el coche que había aparcado sobre cuatro butacas tras un chasquido y una nube de humo. Las brujas de la primera fila conjuran haciendo hablar a un gato mientras el acomodador regresa enfadado a la taquilla para que le devuelvan la forma humana desde su recién adquirida forma de sapo. El manco lanza cuchillos que se convierten en palomas y el mentalista obliga a los dos gigantes que tiene delante a cambiar de sitio.
Cuando se apaga la luz todos cuchichean impacientes. El maestro de ceremonias lanza fuego de entre los labios y tras ese fuego aparece un señor corriente con una espada en la mano. Todos callan y atrás, en los asientos baratos, se escapan un par de nubes de confeti que molestan un momento a los ricachones de castillo que prefieren los palcos. El hombre de a pie coge la espada y deja ver en la muñeca una cadena que se pierde entre bambalinas. La platea se le presenta vacía bajo conjuro, no entiende nada. Se escucha un chasquido y aparece tras él un látigo dirigido en la distancia por los dedos de un manipulador experto. El hombre respira rápido y alza la espada dirigiendo la punta contra sus labios. Algo le obliga a descender la hoja, que parpadea reflejando el aliento del faquir mientras se mueve.
El público mantiene la respiración, está a punto de no ver magia en el escenario.
El público mantiene la respiración, está a punto de no ver magia en el escenario.
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