martes, agosto 16, 2011

Lucya

Ni que decir tiene que Lucya fue una perra querida y ni que decir tiene que los Martínez fueron unos amos perfectos. Cachorro entre algodones, la mejor leche y el mejor pienso. Los dos primeros años de vida fueron una visita constante a parques, caminos de tierra, playas con permiso para animales y juegos de malabares con todo tipo de pelotas. La gente miraba a los Martínez y los Martínez miraban a su perra. Pareja encantadora, sin duda. Él joven arquitecto cuya carrera surgió lenta porque, como él decía, el éxito es un rascacielos que se alcanza con trabajo y tornillos invisibles. Ella abogada de éxito desde casi el inicio de su carrera. Tuvo suerte con un par de casos y su cara apareció de perfil en todas las noticias. Un manantial de famosos cayó en su despacho inundando su vida de recursos.
Pero pasaron esos dos años y los Martínez, en uno de sus viajes buscando campo abierto para la perra, terminaron por aparcar bien pegados a un precipicio. Desde lejos la imagen era de portada de revista. Pareja joven de la mano paseando sobre el césped con el mar rompiendo a unos metros, a su lado una perra marrón, pequeña, dando saltos y esperando a que su amo lanzara de nuevo la pelota roja. El amo lanzó la pelota y envolvió a su mujer en un abrazo apasionado, más imagen de postal, mientras la perra corría desesperada tras la esfera roja. El animal se lanzó al precipicio envuelto en una sonrisa canina, la orejas desplegadas y la lengua fuera, batiendo en el aire, hasta detenerse entre las rocas.
Los Martínez tardaron un tiempo en echar de menos a la perra. Perdidos en un beso, batiendo sus lenguas entre paredes, emplearon unos segundos en separarse. Abrieron los ojos y ella no estaba allí. El nombre a gritos, Lucya, se perdía en la distancia. El mar ponía metrónomo a esas sílabas con su oleaje. Los Martínez, de la mano, avanzaron lentamente hasta el precipicio. Lentamente porque lentamente se llega a las cosas que se suponen una posibilidad pero que se saben como certeza. Los dos se abrazaron al ver a Lucya rota entre las piedras, con la pelota roja a unos metros, acercándose a ella, alejándose de ella, jugando con las olas.
La perra no estaba muerta. Cuando llegaron hasta ella aún era capaz de hacer vaho desde la boca. ¡Está viva! se gritaron. Le cogieron en brazos percibiendo gelatina en sus patas delanteras. El viaje de vuelta tan sólo dejó como recuerdo un par de gemidos, el pañuelo blanco en la ventanilla y lágrimas bajo las gafas de sol porque la gente puede pensar que es ridículo llorar por un perro. Encontraron un hospital y ese hospital les echó diciendo que allí no trataban animales. ¡Lucya no es un animal! gritaron también al unísono. Por suerte uno de los que esperaban, humano hecho añicos por dentro, les dijo que en la ciudad, a unos kilómetros, tenían un buen veterinario que sabía hacer de todo para todo tipo de animales. Los Martínez llegaron al centro unos segundos antes de que cerrara. El hombre, con barba, serio, voz ronca y manos grandes, exploró a la perra después de inyectarla unos calmantes. Hizo unas cuantas radiografías, dobló articulaciones y palpó su abdomen liberando bufidos entrecortados. Había solución pero la solución sería drástica. Los animales son grandes luchadores y sin duda ella tendrá que luchar para salir adelante les dijo.
Los Martínez regresaron con el animal en el maletero. Una vez en casa miraban cómo se retorcía de dolor en su cama hasta calmarse después de beber el agua con las medicinas. Pasaron los días y la perra abrió los ojos. Él creía ver reproche por haber tirado la pelota roja hacia el abismo. Tardó en volver a tener pelo y tardó en volver a masticar como antes. Ambos perdían las horas mirando al animal sobre su cama, esperando un ladrido.
Y el ladrido llegó.
Los dos estaban cenando en el salón, viendo las noticias sin hablar, cuando la voz del animal llamó su atención. Salieron corriendo hacia el cuarto tirando un par de platos al suelo. Llegaron juntos y juntos se quedaron en silencio. Delante, junto a la cama, la perra les miraba a los ojos. Las dos patas traseras tiesas, rectas, la mantenían de pie. Caminó hasta ellos tambaleándose y ladró de nuevo. Junto a los pies de su amo la pelota roja. Él la cogió y la lanzó hacia el pasillo. La perra no se movió y su ama, entre lágrimas, salió a buscarla. La perra volvió a ladrar y pasó junto a su dueño, caminó con dificultad hasta el salón y se dejó caer sobre la alfombra. Comió la comida que estaba tirada en el suelo mientras observaba las imágenes del televisor.
Los Martínez fueron amos inigualables. Jóvenes, con éxito, tenían un perro. Le cambiaron el nombre, Lucía resultó perfecto.


2 Respuestas:

Susi DelaTorre ¿Crees que sí pasó algo?

Uff...! Qué bueno ha sido visitar tus letras e historias!

Saludos desde Galicia!

Citopensis ¿Crees que sí pasó algo?

Gracias Susana.


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