El miércoles se me cayó un brazo al suelo delante de una vieja. Ni se inmutó. Casi se agacha para recogerlo y no lo hizo porque no le daba para ello la espalda. Minutos después dejé un rastro de sangre coagulada hasta la puerta del cementerio y un par de niños se dedicaron a saltar sobre ella como si fuera un charco rojo de agua. Me aproximé dando tumbos, gemidos y los críos salieron gritando mientras me tiraban piedras. Me gritaban con una sonrisa en la cara. Sonreían los muy cabrones.
En la reunión del gabinete de crisis dimos pena. Ninguno tenía éxito y cada cual aguantaban malamente su vela. La mujer de la curva estaba harta de que la dijeran groserías, contó que un par de tíos quisieron violarla. ¡Menos mal que era incorpórea! El niño al final del pasillo no era más que una sombra molesta, todos le cerraban la puerta. Harry, el viejo carnicero sádico, no dejaba de recibir palizas de adolescentes pasados de rosca que grababan con el móvil sus hazañas. Hasta tuve que confesar que lo de desmembrarse en público ya no era llamativo y la gente parecía tener más miedo a los que piden limosna.
Cuando estábamos a punto de terminar apareció la Cosa del pantano con una televisión a cuestas. El pobre estaba agazapado bajo los juncos cuando le calló encima. Ni se mojó el aparato de lo que rebotó sobre su cabeza. Hablamos con el segurata del cementerio, otro que ya no se asusta, y le pedimos un alargador y un cable de antena. Nos pusimos junto a la lápida de un cantante famoso para ver lo que ponían, él por experiencia nos recomendó la cadena. Con diez minutos de televisión entendimos. Con los vivos comportándose así nosotros acojonábamos de pena.
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