- ¡No vayas a la peluquería!
La señora Francisca camina de lejos. La mires como la mires siempre la ves pequeña, en la distancia. Es como esos militares en miniatura que los niños se tiran en los recreos. Camina de lejos y camina despacio. Cargada con dos bolsas de plástico, o una bolsa y un bastón. No mira más que al suelo, esquivando los bordillos y los agujeros.
- ¡Friega esto que tengo prisa!
Es una señora mayor pero menos mayor que sus años. La cara está como gastada. Cada arruga es un surco en el que da hasta miedo caerse. Cuando pide las cosas lo hace bajito y suelta un "si pudiera usted" bien pegado a la última sílaba.
- ¡No tardes!
Gasta unos zapatos negros, de punta roma. Ni para eso es bruja la señora. Suele sonreír a los niños en el parque, a los barrenderos y al señor que trae las cartas. Parece que tiene un familiar lejos y que cada mes la manda unas palabras.
- ¡Mañana haz algo de sopa!
La señora Francisca es uno de esos secundarios que cruzan la escena y te llaman la atención. Viste de negro, por su marido, lo que la hace reconocible. Siempre pasa por el mismo sitio a la misma hora como si comprar el pan, hacer los recados, fueran el metrónomo de algo que no vemos.
- ¡Ni se te ocurra despertarme mañana que te meto dos hostias!
Cuando la he visto venir me han entrado ganas de ayudarla pero ha salido uno de sus hijos. Me ha sonreído antes de dar un portazo.
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